Educar. Arte, ciencia y paciencia.

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viernes, 24 de noviembre de 2017

MENOS LUCIMIENTO Y MÁS CIMIENTO



Menos lucimiento y más cimiento.


         Muchas veces nos dejamos seducir por el aspecto externo de las personas o por sus triunfos profesionales o sociales, limitándonos así a lo puramente material.

         Recuerdo la letra de un fandango que recoge esta idea de una forma clara y contundente:

Mi suegra a mí no me quiere,
porque no tengo carrera.
Mi suegra a mí no me quiere.
En mi casa tengo un galgo,
vaya por él cuando quiera,
Que yo pa correr no valgo.

         La sociedad actual se caracteriza por el culto al cuerpo, y vivimos de la imagen que proyectamos a los demás. Cuando todo nuestro esfuerzo se dirige en esta línea, nuestra fragilidad la envolvemos en una apariencia que queda hecha trizas ante el más mínimo golpe –contrariedades, dificultades, etc.–, y deja al descubierto nuestra verdadera imagen.

         Es en el interior –sin menospreciar lo demás– donde está el núcleo de la persona, su verdadera categoría, su auténtica condición. Una persona con virtudes, una persona fuerte, tendrá los recursos suficientes para afrontar las dificultades que en esta vida tendremos aseguradas. Las virtudes humanas son como el esqueleto en el que se apoya todo nuestro ser. La propia imagen empieza a ser atrayente –aun sin quererlo en el momento en el que comenzamos a luchar por adquirir esas virtudes.




domingo, 5 de noviembre de 2017

LOS PADRES SOMOS COLABORADORES DE DIOS. POR LO TANTO, ÉL TENDRÁ CIERTA PREOCUPACIÓN POR NUESTROS HIJOS Y NOS ECHARÁ ALGÚN QUE OTRO CAPOTE.


LOS PADRES SOMOS COLABORADORES DE DIOS. POR LO TANTO, ÉL TENDRÁ CIERTA PREOCUPACIÓN POR NUESTROS HIJOS Y NOS ECHARÁ ALGÚN QUE OTRO CAPOTE.
Como hemos visto anteriormente, el ser humano demanda de sus progenitores seguridad y estabilidad para su desarrollo armónico y emocional. Jesucristo instituye el sacramento del matrimonio como principio y fundamento de la familia. Con este fin, dotó al contrato matrimonial de unos bienes y propiedades específicos: la unidad y la indisolubilidad. Por esa unidad –por ese amor– los padres, tienen la posibilidad de procrear, colaborando libremente con el plan amoroso de Dios; y por esa indisolubilidad, la estabilidad que el ser humano requiere para su desarrollo como persona. Por tanto, esas propiedades son fundamentales para crear el entorno natural donde nuestros hijos se desarrollen como personas y como hijos de Dios.
No quiero enjuiciar ninguna situación, pero desgraciadamente
–y es de todos conocido– la carencia de un entorno familiar estable, añade dificultades a la educación de los hijos. No obstante, es meritorio en muchas familias monoparentales
–bien por causas naturales o por causas legales– el esfuerzo que realizan para conseguir la educación de la prole. Pues bien: ¿cómo concretar ese capote que el autor de la vida nos tiene que echar en la educación de nuestros hijos? Pues no se me ocurre más que la oración personal. Sí, en primer lugar, pedir ayuda a Dios para esos hijos –que tenemos a medias– y para ser capaces de ejercitar con valentía y generosidad nuestra tarea de padres; y en segundo lugar, que nos los proteja de todo aquellos peligros materiales y espirituales que acechan al ser humano. Es más: cuando nuestros hijos llegan a la mayoría de edad y hacen uso de su libertad, lo único que podemos hacer los padres en muchas ocasiones por ellos es rezar. Pero rezar para que se haga la voluntad de Dios en sus vidas; pues muchas veces los padres pedimos a Dios que se haga nuestra voluntad y nos ocurre como al pequeño de la siguiente historieta:
Un niño entra con su madre en la capilla del colegio y se arrodillan los dos en un banco para rezar. La madre, al ver la intensidad de la oración de su hijo le pregunta:
−Hijo ¿te pasa algo? ¿Tienes algún problema?
−No, mamá, pero le estoy pidiendo a Dios que Pekín sea la capital de Japón, que es lo que he puesto en el examen.


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